La vuelta gloriosa del Vermú: el ritual de los abuelos se
instaló en nuestros bares.
Las vermuterías llegaron al país y ofrecen variedades
artesanales y maridajes muy argentos.
por Diego Marinelli.
Así como surgieron los wine bars y en los últimos años el país
se vio invadido por miles de cervecerías artesanales, de a poco asoman más y
más vermuterías. ¿Qué son? Simple: bares con canillas de las que manan litros
de vermú sobre vasos colmados de hielo. El formato podría entenderse como una
réplica o una alternativa a la cerveza, pero también es el reflejo de una
tendencia fuerte en España, donde la costumbre de la ronda de bares y tapas
está arraigada, y las vermuterías viven un momento dulce. La propuesta, en
general, es tan simple como una picada: elegir un vermú, un platito para picar
solo o para compartir. ¿El horario? Tardecita, antes de cenar, tipo seis.
En nombre del picoteo.
Uno de los pioneros en el rubro fue el cocinero Leandro
“Lele” Cristobal, quien abrió su vermutería en el porteño barrio de San Telmo
en 2016, de la mano de Cinzano. Pero pronto aparecieron otras como La Fuerza,
inaugurado este año en el barrio de Villa Crespo. La diferencia, en este caso,
es que elaboran su propio vermú en Mendoza, con la asesoría de Sebastián
Zuccardi, enólogo de la bodega que lleva su apellido. El rojo, a base de
malbec. El blanco, de torrontés. Dos canillas para elegir, beber y picar.
“Servimos comida inspirada en los bodegones y cafetines con
la mejor calidad posible. Sabores reconocibles para la gente, como buñuelos,
tortilla, milanesas. Nos gusta la idea de que los platos vayan al medio para
picotear y compartir”, explica Martín Auzmendi, uno de los socios del proyecto.
“Es un concepto fácil de entender –resume–. No es el formato desatendido de una
cervecería porque tenemos mozos; pero como la gente quiere un servicio rápido,
y nosotros buscamos que sea lo más ágil posible, es el propio cliente quien
prepara la comanda, marcando en un papel qué va a pedir”.
El mar rosso y bianco también salpica las barras de alta
gama. Por caso, Pony Line, el bar del hotel cinco estrellas Four Seasons,
inauguró en marzo sus canillas de vermú; que no es tirado, como en el caso de
La Fuerza. Tienen botellas en dispensers conectadas con una manguera que, a
través de un sistema de inyección de gas, evita que el líquido entre en
contacto con el oxígeno y se degrade. En este caso, los productos son italianos
y españoles, más dos versiones (una joven y una añeja) de la marca patagónica
Único Vermouth, blend de chardonnay y cabernet franc. “Tenemos un público joven
y moderno”, describe su head bartender Pedro Giustinan. “Lo servimos solo o en
tragos –sobre todo el Negroni– con tablas de quesos y fiambres”.
El vermú se sirve a la hora del aperitivo. Pero el aperitivo
no es necesariamente un vermú. El juego de palabras sirve para explicar el ABC
de este ritual argentino heredado de los inmigrantes que llegaron de Italia y
España.
El vermú debe contener al menos un 75% de vino “de uva
blanca, como el moscato, que sea fácil de fortificar”, según explica Gustavo
Vocke, brand ambassador de Martini y de Gancia, marca que entra en otra
categoría: al tener menos del 75 % de vino, se lo considera un aperitivo, más
específicamente un americano. Entonces, habrá que diferenciar el aperitivo como
momento de consumo del aperitivo como estilo de bebida.
“El momento es funcional –explica Vocke–. Son bebidas con
gran presencia de cítricos y de hierbas, que preparan el paladar para el
siguiente paso. Es un ritual. Una tradición que viene de nuestros abuelos y
estamos tratando de que no desaparezca”.
Lo cierto es que en los años 50 y 60, cuando la cerveza no
tenía el volumen ni la variedad que tiene ahora y el vino cumplía otra
finalidad, el vermú era una fija inamovible a la hora del aperitivo: se llegó a
consumir un promedio de 2,5 litros anuales per cápita, según datos que tiene
Gastón Basso, gerente de marketing de Cinzano, una marca históricamente
asociada a la picada, que en aquella época despachaba 40 millones de litros
anuales, un número que luego bajó considerablemente con el paso del tiempo, si
bien repuntó en los últimos diez años.
La esperanza del “neobodegón” Basso cuenta que Cinzano jamás
se despegó del concepto de la picada, aunque fue, sin dudas, a lo largo de la
última década que apuntaló el revival. En esa búsqueda, comenzaron a trabajar
con el cocinero Lele Cristóbal que, además de tener su vermutería, creó para la
marca una línea de conservas. También apoya fuertemente lugares como La
Esperanza de los Ascurra, que algunos denominan un “neo bodegón”.
Desde que abrió en 2011, en Buenos Aires, La Esperanza busca
reposicionar el vermú en un mapa de cervecerías y after office. Su propietario,
Martín Beraldi, es diseñador gráfico y llegó a la idea a partir de su atracción
por la imagen del concepto. Hoy cuenta con cuatro locales, donde se sirven
tapas y raciones de especialidades rioplatenses en un ambiente que remite a los
cafetines de antaño en clave moderna: hay obras de arte y buena música. No todo
tiene que ser tango y sifones viejos.
¿Aperitivo, vermú o americano?
El vermú debe contener al menos un 75 % de vino “de uva
blanca, como el moscato, que sea fácil de fortificar”, según explica Gustavo
Vocke, brand ambassador de Martini y de Gancia, marca que entra en otra
categoría, ya que al tener menos del 75 % de vino, se lo considera un
aperitivo, más específicamente un americano.
Vinos argentinos: gran línea de largada
Las bodegas mendocinas, salteñas y patagónicas aportan las
mejores materias primas para la vermutería artesanal.
Uno de los aspectos más interesantes del fenómeno del vermú
es que, para elaborar esta bebida, se parte de una materia prima como el vino,
que en la Argentina es de la mejor calidad y cuenta con amplia variedad. A esto
debemos sumarle el sabor de las especias, que “expresan” un terroir, como
sucede con los vinos, Todo esto, por suerte, favorece la llegada de marcas
artesanales. La vermutería La Fuerza, una de las pioneras, elabora sus
productos en Mendoza a base de vinos de uvas malbec y torrontés, y los
infusiona con hierbas como la artemisia, el cedrón, la angélica, la genciana,
la salvia, el sauco y las cáscaras de naranja y pomelo, entre otros
ingredientes.
Único Vermouth, por su parte, es el primer vermú de origen
patagónico y utiliza vinos chardonnay y cabernet Franc rionegrinos, a los que
se suma el aroma de la pimienta rosa y el indisimulable lúpulo. Elaboran dos
versiones, una joven y otra añejada. Pero no son los únicos casos. Lunfa, por
ejemplo, es un vermú salteño -tipo Torino- a base de vino torrontés y un mix de
veinticinco botánicos (vainilla, manzanilla, rosas, boldo y genciana, entre
otros), con un excelente balance entre dulces y amargos.
Salame, el rey de la picada.
El célebre embutido argentino se reinventa, de la mano de
Pietro Sorba, con versiones picantes y perfumadas que rescatan los sabores de
la vieja Italia.
Tras el denominado “boom gourmet” de los años 90, con chefs
mediáticos, restaurantes de autor y platos foráneos como el sushi ganando
terreno, la gastronomía postcrisis buscó un rescate de viejas costumbres.
Cafecitos con vajilla “de la abuela”, parrillas que recreaban clubes de barrio
y un regreso al bodegón. En ese contexto, la picada y el vermú encontraron su
momento de volver al ruedo en clave contemporánea.
“La picada triunfa por practicidad, como la pizza o la
empanada. Tenés variedad de sabores en un espacio muy chico y alimentás a diez
tipos alrededor de una mesa sin usar cubiertos”, describe Mariano Frías,
gerente de Marketing de Cagnoli, en Tandil, marca que vende un millón de
salames por mes.
El salame es el ícono de toda picada que se precie y (como
el de Mercedes o el de Colonia Caroya) el tandilense es sinónimo de su ciudad,
a tal punto que el Salame Tandilero es el primer producto agroindustrial
argentino en recibir un certificado de Denominación de Origen Controlada; es
decir, que no puede llamarse de esa forma a ningún salame que no haya sido
elaborado in situ con determinados procesos y materias primas.
“Son productos que remiten a la tradición italiana”, explica
Pietro Sorba, el periodista gastronómico genovés que el año pasado lanzó su propia
línea de embutidos artesanales elaborados por Pueblo Escondido (un pequeño
productor de Cañuelas, en las afueras de la provincia de Buenos Aires). “Me
daba curiosidad poder reproducirlos con materia prima argentina”.
Así, aparecen en el mapa cosas poco vistas en las picadas
vernáculas como la finocchiona, un salame toscano muy perfumado por estar
condimentado con finocchio (hinojo); y la nduga calabresa, un embutido picante
que se derrite con el calor del pan y se unta. “Recuerda a la sobrasada mallorquina,
una delicia”, acota. Por ahora, Línea Italiana Pietro Sorba consta de una
decena de productos que se consiguen en Uribelarrea, un pintoresco pueblo de
aires coloniales al sur de Buenos Aires.
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