REVOLUCIÓN DE MAYO: UNA HERENCIA LARGA QUE HOY AGITA LAS COPAS.
Un festejo patrio con dos tonos que van más allá de los colores de la escarapela: el tinto y el blanco. Descubrí las uvas autóctonas de nuestra vida adulta como país.
Por Joaquín HIDALGO.
Semana de mayo, tiempo de escarapelas y de colores patrios. Al celeste y blanco que cuelga de balcones y decora negocios deberíamos sumarle el tinto y el blanco, al menos si miramos el largo plazo y descorchamos algunos vinos patrimoniales.
Razones hay suficientes. En tiempos de la Revolución de Mayo ya se hacían vinos en nuestro territorio. Y si romper con España implicaba entrar en la turbulenta historia que supimos conseguir, también significó comenzar a andar caminos propios en materia de vides. Es verdad: las plantas, como las costumbres, trascienden las ideas, y por eso sobrevivieron en el viñedo local algunas variedades españolas, que luego fueron salpimentadas con otras italianas y principalmente francesas.
Pero puestos a mirar el país desde aquella celebrada tertulia de mayo, desde sus escritorios de madera manchados de tinta rebelde y quizás de vino español, las industrias de tierra adentro pudieron cobrar cierto vuelto propio. Como la del vino, sin dudas. Pero esa es otra historia.
La pregunta que nos hacemos hoy es otra: pasada esa revolución, emprendido el camino independiente, ¿desarrollamos también vides y vinos locales? ¿Existen vinos patrimoniales?
Las uvas argentinas.
En materia de uvas, Argentina le ha aportado al mundo un puñado nacidas tierra adentro. Las más famosas son sus tres Torrontés, de la que el Riojano es el más reconocido por su aptitud para hacer vinos. Surgida de un cruce entre la españolísima Listán Prieto y la mediterránea Moscatel de Alejandría, el Torrontés Riojano ganó fama como vino aromático. Restan el Torrontés Sanjuanino, usado en otro tiempo para destilar y habitué de las zonas pisqueras de Chile, devenido del mismo cruce, y el torrontés Mendocino del que sólo se conoce un ascendente (la Moscatel) pero no así la otra parte, otra uva criolla aún no identificada genéticamente.
Pero hay más. El Instituto Tecnológico Agropecuario viene trabajando de manera firme en el estudio de otras uvas criollas con cierto potencial para hacer vinos. Con nombres tan poéticos como Glabro, Canela y Ferra, y otros menos sonoros como Huevo de gallo o Criolla Número 1, hay una veintena bajo la lupa de la ciencia agronómica que podría dar lugar a vinos patrimoniales.
A este pelotón claramente desarrollado en Argentina, podemos sumarle al menos dos más que están descuadradas de la bibliografía. Olvidadas en su tierra, como colonos verdaderamente afincados encontraron en este país su lugar en el mundo. El Malbec es el ejemplo más cabal, claro, y con poblaciones de plantas y algunos clones supone una reserva genética adaptada al desierto. La otra es Bonarda Argentina, genéticamente identificada como Charbono y proveniente de la Saboya francesa donde es casi testimonial. Aquí da vinos ampliamente bebidos, tanto que con 18 mil hectáreas es la segunda tinta plantada, luego del Malbec, que ya alcanza las 44 mil.
Los vinos patrimoniales.
En tiempos de la revolución de Mayo, los vinos que circulaban por las pulperías eran el Carlón si se lo podía pagar (tinto español) o el Clarete o Clarín, cuyo origen es poco conocido. En Mendoza, por ejemplo, se hacían vinos a partir de las uvas tintas de Canarias como Listán Prieto, luego bautizada aquí como Criolla Chica, que da un tinto ligero de color y perfume frutal. Esos son el primer paso de los vinos patrimoniales.
Lo que siguió fue el desarrollo de una serie de vinos locales con matriz inmigrante a los que podríamos llamar los sabores de la nostalgia. En eso, las revoluciones pierden siempre contra los gustos adquiridos. En el siglo que va desde 1810 a hasta el primer centenario, en nuestro país nacieron vinos (pero no sólo vinos) de inspiración europea, principalmente de Francia e Italia.
Pero en el bicentenario el escenario es bien diferente. Los estilos locales, con tintos de cuerpo y frescura moderada y buen paladar carnoso, dominan la escena. Y los blancos de altura, con expresión madura y a la vez fresca, no se parecen mucho a lo que ofrece el mundo, salvo algunos vinos mediterráneos.
Pero con el Malbec como bandera, Argentina tiene para dar al mundo un sabor que es propio, tanto como sucede con el Torrontés y el Chardonnay, vinos que gustan dentro y fuera del país.
Si la historia de los países pudiera ser una parábola de una persona, haber adquirido este sentido propio, de lo que nos gusta y de lo que podemos ofrecer en materia de vinos con orgullo, se parece mucho a convertirnos en adultos. Algo que en el ideario de Mayo era un germen en plena gestación.
Publicado en Vinómanos, 26/05/2020.